Los del caballito
Nicolás como todas las mañanas, descendió por las escaleras crujientes. Una vez en la planta baja, observó la pulpería en plenitud y vio a un borracho que se había olvidado en la mesa la noche anterior. Fue hacia la cocina, para poner la pava sobre el fuego, mientras esta se calentaba aprovechó para poner orden y abrir las puertas a horario.
La posada de Nicolás marcaba el camino a los peregrinos y comerciantes, en lo alto de la construcción se hallaba un mástil que sostenía una silueta con forma de caballo en latón; el hocico apuntaba al norte, lo indicaba una gran N que tenía lugar bajo su pata derecha. Para los habitantes de la zona era un hito, todas las indicaciones de ubicación se referían a tres circunstancias: antes del Caballito, en el Caballito, pasando el Caballito.
Con la llegada del primer cliente, el dueño de la pulpería despertó al borracho y sirvió el desayuno a los visitantes. Tras el murmullo intenso del almuerzo el silencio se volvió a apoderar del lugar y la hora de la siesta comenzó a transcurrir, hasta que en la calle comenzaron gritos y sollozos, la puerta era un redoblante en consecuencia, la siesta del barrio quedó interrumpida. El pulpero al salir para ver que sucedía encontró que el responsable del ruido era Joaquín:
– Don Nicolás, el caballito se ha ido. Nos dejó, le decía entre llanto y furia.
El viejo no entendía bien de que le hablaba, intento contener al pequeño para que le explique el porqué de tanto alboroto. Joaquín, lo tomó de la mano y lo retiró unos metros de la puerta hacia la calle.
– Ve, mire (señalaba al techo de la posada) No está, ¡el caballito se fue!
Con mucho asombro, todos los presentes vieron que no estaba, los murmullos eran imperceptibles y la cara de tristeza de Nicolás no entraría en este relato.
– ¿Se porto mal? ¿Usted lo echo? – preguntó preocupado el niño.
– No pequeño ¿por qué lo echaría? – vamos a buscar al comisario para que él nos ayude a saber que paso.
Al girar vieron que el comisario tras tanto alboroto ya estaba allí para investigar lo ocurrido. Se abrió paso entre los presentes, al llegar al frente con voz firme y fuerte dijo:
– Este barrio no es de bandidos. Encontraré al caballo y a quien lo ha tomado, ahora cada uno a su siesta ¡yo me ocuparé!
De ese modo la multitud se dispersó solo quedaron: el comisario, Joaquín que aún lloraba en silencio y Nicolás quien había perdido la expresión.
– Vamos a conversar adentro (sugirió el comisario)
Todos emprendieron el camino hacia el interior en silencio, con las cabezas gachas y el alma llena de resignación.
– Cuéntame muchachito, ¿Cómo fue que descubriste la falta del caballito?
– Mire Comisario. Yo ayudo a los comerciantes que vienen por el camino grande, La Rivadavia y con eso me gano unas monedas.
– Comprendo – dijo el uniformado mientras aceptaba el mate.
– Hoy temprano acompañe a un comerciante.
El mate pasaba de mano en mano, mientras Joaquín daba su relato al tiempo que hamacaba los pies por debajo de la silla.
– Cuando llegamos al puerto, me despedí y me dio unas monedas. Merodee un rato por allí y luego un marinero me llamo para que le indique el camino a un señor que bajaba de su barco.
Continúa niño, continua… indicó el vozarrón
– Llegamos al Hotel de La Rivadavia me dio otras monedas y me dispuse a volver para estos lados para hacer la siesta. De camino no lograba ver el caballito que siempre me guía, el resto de la historia usted la conoce no hice ninguna siesta me vine directo a lo de Nicolás para que me diga que paso con el caballito.
– Está bien botija, anda para tu casa que tu madre va a estar preocupada – le dijo Nicolas acariciándole la cabecita.
El niño se retiró, y el damnificado pregunto:
– ¿Usted cree comisario que alguien lo robo?
– No lo sé aun, esto requiere mucha investigación, pero vamos a develar el misterio.
El comisario se retiró a su oficina, trabajo toda la noche en lo ocurrido, el poblado se caracterizaba por ser un lugar seguro y este y afectaba su reputación. Sin embargo, no tenía una sola pista para comenzar a investigar.
La mañana siguiente se desarrolló tranquila, entre los transeúntes el misterio se comentaba, pero si no era por el niño ninguno de ellos había reparado en la falta del caballito. Nicolás abrió como todos los días la posada, quizás con el ánimo un poco derribado por lo ocurrido. Finalmente, se completó el paisaje con Joaquín, quien valla a saber cómo había conseguido un sombrero con orejeras, una lupa y un cuaderno de anotaciones. Trepó a la banqueta, se acomodó en ella y mirando a través de la lupa y dijo:
– ¡Don Nicolás, estoy listo para resolver el misterio y devolver a caballito al lugar de siempre!
El viejo se sonrío, no quería herir su corazón y le pareció que podía dejarlo jugar un rato. Así que se sumó al juego.
– Comencemos por el principio, ¿Dónde estaba usted cuando ocurrió el hecho? – pregunto Joaquín muy serio.
– Veamos, esa mañana yo estuve aquí desde tempano … – el relato no omitió ningún detalle, el viejo le contó todo lo sucedido ese día hasta su siesta interrumpida.
En respuesta, el pequeño acercándose y abriendo grande sus ojos agrego:
– ¿No vio o escucho algo raro?
– No niño, lamentablemente no. Lo que sé, es que ese pedazo de latón significaba mucho para mí, para vos y para cada habitante de este lugar. Pero no tiene ningún valor para quien se lo haya llevado.
– No se preocupe, yo llegare al final de este asunto y verá que el caballito volverá a relinchar pronto.
El pequeño se retiró con el cuerpo erguido y la mirada atenta, imitando al detective de sus cuentos, y el posadero volvió a sus labores. Los días se continuaron, la investigación oficial no contaba con nuevas pistas, directamente no tenía una sola pista. Joaquín no había corrido mejor suerte.
Ya bastante entrado el invierno y cuando el tema parecía haber quedado en el olvido, de regreso a casa por La Rivadavia, Joaquín vislumbro a lo lejos una silueta en un
tejado lejano. Decidió apurarse e ir directo a la comisaria para pedir ayuda. El policía que estaba en la puerta poca atención le prestó, pero después de un gran berrinche y unos cuantos gritos el Comisario salió a ver qué ocurría:
– ¡Joaquín! De nuevo tú, haciendo escándalo: ¿Por qué gritas de esta forma?
– Ahí está (señalaba el tejado) el ladrón regresó, deben detenerlo y exigirle que devuelva la veleta, el caballito que nos pertenece.
El comisario miró hacia el tejado, observó la silueta de la que le hablaba el infante y con una sonrisa respondió:
– Él no es el ladrón, es el nuevo deshollinador del barrio.
Solo en ese momento, Joaquín retiro su mirada del techo, con gran desilusión bajo la cabeza y camino rumbo a su casa en silencio.
Todos regresaron a sus quehaceres, la noche ya se instalaba entre las calles y la oscuridad se hacía aún más densa. Los que estuvieron cercanos al griterío, volvieron a recordar que extrañaban al caballito de latón, era una noche de gran viento y el sonido del metal girando hacia un lado y el otro hoy no se oía.
Cuando el ultimo comensal se retiró de la posada, Nicolas subió a descansar, por un momento creyó oír el viejo relinchar del caballito; si bien esta estaba lejos de la comisaria el rumor del escándalo había llegado a sus oídos y se dio cuenta que solo era producto de su imaginación.
La mañana se presentó helada, bajo de inmediato y prendió la chimenea. Los clientes madrugadores no tardaron en llegar. Entre los unos y los otros, se presentó una cara familiar, pero a la vez un poco desconocida, quien con el mayor de los respetos y un hilo de voz dijo:
– Espero me recuerde, soy el nuevo deshollinador. Ayer terminé el trabajo un poco tarde, por eso decidí venir hoy por mi paga.
– ¡Claro hombre, disculpe! No lo reconocí entre tanta muchachada. Venga, que voy a darle un café caliente y lo que le debo. Gracias a usted está la chimenea prendida hoy.
– Si, la verdad que tuvo suerte en ser mi primer cliente y a su vez quiero agradecerle las recomendaciones.
– Es así amigo, en este barrio todos nos ayudamos. Somos una gran familia. ¡Todos coloramos para vivir en un lugar lindo, amigable y seguro!
Nicolás, lo decía en tono de discurso lleno de orgullo por el lugar que habitaba, pero tal exposición fue defenestrada por una vocecita finita, aunque potente.
– Lo de seguro, podemos discutirlo. Todavía nadie dio respuestas por caballito. Al pobre se lo llevaron y quedó en el olvido.
– Joaquín, necesitas olvidar esa historia. Hicimos todo lo posible pero no se pudo resolver.
– ¡Es que lo extraño! era mi compañero al regresar.
– Se te hace tarde para clase, anda y después seguimos con ese tema.
Mientras el pequeño colocaba de nuevo su mochila al hombro, el limpiador de chimeneas preguntó:
– ¿hablas de la veleta con forma de caballo en latón?
Ambos, viejo y niño, lo miraron esperando entender como un recién llegado, podía brindar una descripción tan clara del objeto extraviado.
– Yo tenía razón – grito Joaquín – este hombre estaba relacionado con la desaparición de caballito. ¿Dónde se lo llevo? ¿Qué quiere por él?
El deshollinador, se sonrió con fuerza y volteo para encontrar un cómplice en el cantinero, solo halló un ceño fruncido y con ansias de una explicación. Entendió que el tema no daba para bromas, borró la sonrisa de su cara y comenzó a hablar.
– Ayer, cuando subí a limpiar la chimenea, la vi en el piso del tejado, su mástil estaba quebrado, así que la repare y coloque en el lugar.
No pasaron segundo desde que terminó el relato, Joaquín y Nicolás ya estaban afuera verificando la veracidad de la historia. Y así fue, encontraron al caballito trotando a los cuatro vientos.
Ambos se miraron sabían que el misterio nunca fue misterio, pero nada les importaba, él había regresado, eran de nuevo “los del caballito” recuperaban su identidad y eso los hacía felices.
Cuento perteneciente a la escritora Eva Braum, quien fue distinguida con el: 2° Premio en el certamen “Caballito me Inspira” – Categoría: Cuento organizado por: El viejo Buzón – Cofradía de Caballito – Revista Horizonte – Revista Nuevas Letras y Los Palabradores.